GUILLEM CHUST, investigador en Cambio global en ecosistemas marinos

Recostado a la sombra de un pino mediterráneo, este largo y plomizo verano, dibujaba el perfil del aleteo de las alas de una mariposa nacarada y me preguntaba cómo este delicado lepidóptero podría provocar un tsunami al otro lado del mundo. Sí, sin duda me refiero al “efecto mariposa”, expresión acuñada por el matemático Edward Lorenz, y que refleja la impredecibilidad del tiempo meteorológico y su sensibilidad a las pequeñas variaciones iniciales. Los procesos caóticos como el clima o las dinámicas de un predador y su presa suelen llevar asociados puntos de inflexión o de no retorno que determinan el cambio de un estado estable a otro completamente diferente. Uno de los límites planetarios más relevantes está asociado al umbral de la temperatura global, cuyo rebase nos pueda llevar a un punto de no retorno climático. En este pasado 2023, la temperatura mensual del planeta en los 12 meses consecutivos fue 1,5ºC superior a la época preindustrial, umbral que los científicos consideran aún dentro de los límites para evitar consecuencias irreversibles. Y el pasado 22 de julio de este 2024 se alcanzó la temperatura global más alta según el Servicio de Copernicus desde los registros de 1940. ¿Qué clima tendremos en Europa si se mantiene rebasado ese umbral de temperatura global? ¿Y qué efecto tendrá sobre la circulación de vuelco meridional del Atlántico? Observaciones recientes han detectado ya un debilitamiento de dicha circulación y un enfriamiento de las aguas superficiales que se extienden más allá del mar del Labrador, llamado el “blob frío”. Según los estudios del matrimonio Peter y Susanne Ditlevsen, un futuro colapso de esta circulación podría ocurrir este siglo y tendría graves repercusiones en el clima del Atlántico norte.

Identificar los límites planetarios es uno de los mayores retos de la sociedad para anticiparse a los efectos del calentamiento global. Pero a nivel local, también es igual de importante identificar los puntos de no retorno para los cuales un ecosistema deja de ser el que era. Miremos por ejemplo los mares europeos, que han experimentado un calentamiento gradual en los últimos 50 años. Resultado de ello, el estudio de más de 1800 especies en colaboración con expertos europeos nos ha permitido constatar un desplazamiento hacia el norte de las poblaciones marinas y la tropicalización de sus comunidades de algas, invertebrados y peces. Es decir, hay un aumento de la abundancia de especies propias de aguas más cálidas, como el chavo, mientras que los organismos de aguas frías están disminuyendo, como el coralígeno del Mediterráneo. El mar se acidifica, el Atlántico es menos salino y los peces se empequeñecen. La anchoa del Cantábrico y el chicharro avanzan su puesta, el bonito y el verdel cambian sus patrones de migración. Respuestas parecidas podemos observar de primera mano en la temprana llegada de la cigüeña ahora ya por Navidad y su vuelta a África a principios de agosto. Las olas de calor son ahora más frecuentes y pueden producir efectos como el blanqueamiento de los corales tropicales o la mortalidad masiva en 2023 de muchas especies arbóreas por el efecto combinado del calor y la sequía, especialmente en Catalunya. Cuando las olas de calor se dan en invierno pueden tener otras consecuencias como despistar a algunos árboles que florecen antes y luego las heladas tardías afectan a las flores, dejando la cosecha sin frutos, lo que se conoce como primaveras falsas. Cada especie tiene además su propia estrategia particular de adaptarse al nuevo entorno, provocando una cascada en la red trófica, haciendo impredecible qué especies ganarán y cuáles perderán. El ecosistema del golfo de Vizcaya ya ha empezado a reorganizarse. ¿Nos depara un cambio abrupto en su biodiversidad fruto de un punto de no retorno?

Si mantenemos este ritmo de emisiones de gases de efecto invernadero, la llave para entender el clima futuro está en el océano y el papel de las cintas transportadoras oceánicas, como sumidero de carbono y calor. Con razón Edward Lorenz, en sus primeras charlas divulgativas sobre la impredecibilidad del clima hablaba del aleteo de una gaviota, hasta que posteriormente un colega le sugirió cambiar la metáfora por la de la mariposa, como cuenta Thor Hanson en su magnífico libro “Lagartos huracanados y calamares plásticos”.

Los grupos de cazadores-recolectores que siguieron la retirada de los hielos durante la última glaciación hacia el norte de Europa y Asia y que al final acabaron cruzando a América lo hicieron debido a un cambio de área de distribución causado por el clima, a modo de aclimatación y aprovechando el nuevo hábitat disponible. En este siglo XXI, la especie humana debe ir más allá y afrontar el calentamiento global con todo su potencial tecnológico y de conocimiento, y así evitar el “Efecto gaviota”.

Artículo originalmente publicado en El Diario Vasco

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